Compañero Morente

Tuve el enorme privilegio de conocer personalmente a Enrique Morente hace unos pocos meses. Fue en Granada, en el abarrotado salón del aula magna de la Facultad de Medicina. Era un concierto gratuito: "Morente canta a las mujeres saharauis". A mi me tocaba conducir un acto en el que él prestaba su voz y su imagen como excusa y gancho para que medio millar de personas, y todos los medios de comunicación de la ciudad conocieran las condiciones de vida de las mujeres saharauis y su grito, de treinta años, pidiendo justicia para su pueblo.

Cuando meses más tarde estalló la represión genocida de Marruecos, cuando la ministra de Cultura se atrevió a decir aquello de "que se callen los intelectuales y los artistas", yo me acordé de aquel Enrique. Morente era de los que no se callaba... Nada más lejos de Morente que ser un intelectual (¡Cómo se hubiera reido si alguien le hubiese calificado alguna vez así!) No hablaba con discursos políticos, ni con artículos, ni con ensayos o manifiestos. Su palabra eran su cante y sus actos, y le bastaban  para posicionarse, para estar del lado del ser humano frente a los intereses más mezquinos.

Morente no era un artista vacuo, sino un ser humano comprometido que usaba su arte para expresar su pensamiento, su toma de posición, su implicación, no ajena al mundo, sino mezclada en los conflictos humanos. No militaba en ningún partido, ni falta que le hacía, para ser compañero de quienes defienden los derechos de la parte más oprimida de la humanidad.

Hoy a Enrique Morente le hemos perdido muchos: los andaluces, los granadinos, los enamorados del flamenco, los saharauis, los cubanos, los inmigrantes sin papeles, los defensores de los derechos humanos, los que reclaman una Europa intercultural y abierta... la grandeza de una persona se mide, probablemente, por el hueco que deja su muerte. El de Morente es inmenso, y van a hacer falta muchos y muchas para llenarlo.

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